Construimos con nuestras miserias la belleza


Por Hernán Vargascarreño

Seguimos ignorando si la poesía nos redime o nos esclaviza al peso de sus palabras. Pero cuando se lee poesía de un autor que se atreve a izar sus propias angustias, sus inmensas dudas sobre la realidad que avasalla como esencia de la miseria humana, y que se deja deslizar a sí mismo en una prosa cuya vitalidad va ahogando al lector, nos encontramos entonces frente a la grave voz del poeta, el desollado, el que mira las estrellas y reconoce en su distancia y en su vértigo su propia agonía y su propio desamparo. Solemos leer a todos nuestros poetas para tratar de avizorar nuestra propia voz, pero pocas veces encontramos distanciamientos sustanciales dentro de esa gran voz que nos representa como lengua o como patria. Y para la dicha de un lector que se enfrenta a sus propias angustias, me he encontrado en la antología El legado del fuego con una voz que nombra, incita y provoca, una voz que avasalla con su prosa poética y que redime el instante cuando sucede la poesía, una voz que aperpleja por la manera de decir categóricamente lo que mucha poesía calla, y en ese saber decir descubrimos que sí es posible alimentarnos con la palabra así nos atragante el peso de su delirio. Porque finalmente solo erigimos lo que habremos de destruir, o como lo dice el mismo poeta Gonzalo Márquez Cristo, autor de la antología, Construimos con nuestras miserias la belleza.